Era José Francisco Fernández, el Tato desde siempre, Garabato luego, cuando adoptó ese apelativo mientras se dedicaba a inventar instrumentos imposibles, a cantar para los pibes y los grandes.
Un creativo, si se quisiera englobarlo en una sola palabra, el Tato no buscó el camino fácil. Ya desde sus años de escuela exhibía un carácter que lo hacía caminar poco por la “vereda del sol”, él mismo recordaba su complicado paso por la secundaria, cuando se resistía a recorrer senderos demasiados transitados, para desazón de las autoridades.
Estuvo en la primera época de Punto G, esa referencia musical a la que siempre apelamos los cañadenses cuando necesitamos que alguien de afuera ubique orígenes y merecimientos de nuestra ciudad, y donde su saxo le puso a la banda una buena cuota de su color.
Como docente, trató de aplicar con los adolescentes los conceptos que sostenía cuando él mismo era alumno: ver el otro lado de las cosas, ser imaginativo. Y con los más chiquitos, los nenes de los jardines, realizó maravillosos trabajos musicales salidos de las ideas los pibitos, a las que sumaba su gran talento.
Talento y creatividad, ni más ni menos. A la hora de conjugar esas dos ideas, aparecieron los instrumentos armados con lo que hubiera a mano. Allí ya fue Tato Garabato, de mameluco blanco y una conjunción de caños, lata y mangueras de las que salía música.
José Francisco Fernández, el Tato, Garabato, como cada quien lo conoció, peleó hasta el final contra la adversidad, con ganas y proyectos. Falleció en la nochecita del domingo cañadense, habitualmente tristona, para que lloremos de verdad.