Daniela Spárvoli era docente, vivía en Correa pero trabajaba en Villa Eloísa, y ese día de mayo de 2003 regresaba a su pueblo de la misma forma que lo hacían innumerables trabajadoras de la educación, haciendo dedo.
La historia de su asesinato alevoso fue harto difundida, un hombre joven, Juan Pablo Carrascal confesó el crimen lo que llevó algo de paz a la familia, cuyo estandarte fue la mamá de Daniela, Marta Ferreyra, pero ésta siempre desconfió de la exactitud del fallo, sosteniendo que no se había investigado lo suficiente, o lo que es peor, se investigó pero se dejaron de lado pruebas que podían incriminar a alguna otra persona.
Apenas ocurrido, el crimen despertó en Cañada de Gómez, donde Daniela subió al coche que la llevó a la muerte, un vendaval de versiones. Lejos aún de la invasión de redes sociales, hubo infinidad de hipótesis que se esparcían velozmente. Parecía entonces que cada uno tenía a su culpable, cuyos nombres se tiraban sobre una mesa de café con la soltura que da la impunidad.
Enseguida comenzaron las convocatorias al pedido de justicia. Junto a la familia de Daniela estuvieron sus compañeras maestras, seguras muchas de ellas que el sistema perverso por el que una docente que tiene un cargo en una población distinta a la que vive, y que la obliga por obvias razones económicas a asegurar su ida o vuelta a través de la práctica de “hacer dedo”, esa práctica mucho tuvo que ver en la muerte de la trabajadora. Fueron meses de nucha gente agolpada frente a los Tribunales cañadenses, hasta el desenlace de un culpable, una condena.
Pasaron diecisiete años, todavía y cada mayo se recuerda Daniela, y Marta Ferreyra murió también, llevando sus dudas a la tumba