De pibe estudió guitarra, y desde entonces no paró más. En el Colegio Nacional Amorino integró –entre otros- un cuarteto folklórico, Los Pitanguá, con Alberto Andrada, Alfredo Martini y Roberto Pasquali, y a posteriori cantó en las bandas que eran número obligado en los bailes, junto a las orquestas típicas que aportaban la cuota tanguera.
Ya en una etapa de perfeccionamiento en el que luego fuera su herramienta, la guitarra, comenzó un período en el que alternó la enseñanza de la música con actuaciones en vivo. A ello se agregó la reparación del instrumento, a la que Cingolani solía agregar una verdadera clase que con su pasión ilustraba a su ocasional cliente en el universo del luthier.
En las últimas dos décadas, y con la posibilidad de acceder a grabaciones de buena calidad, Amorino dejó plasmados varios trabajos, algunos en casette, a dúo con Luis Urquiza, y los últimos en CD, Tangos en Guitarra y Entre las Cuerdas. Al mismo tiempo, en 2013, su obra fue declarada de interés cultural por el municipio de Cañada de Gómez.
La vida de Amorino fue mucho más que eso, pero aquí se rescata esa faceta, la del músico y docente, por la que transitó durante buena parte de su paso por esta tierra.
Mis viejos me habían llevado a un baile a Olimpia. En esa época, comienzos de los ’60, las familias iban a los clubes a bailar, llevaban a sus hijos, y las pibas y los pibes nos comíamos un choripán, corríamos por todos lados, y pateábamos las tapitas de cerveza y gaseosa que poblaban la pista.
Esa vez no fue la excepción, y mientras desarrollábamos la rutina, salió la Jazz al escenario, creo era la Saint Louis. Para nosotros eran todos señores mayores que vestían pantalón clarito, zapatos blancos y sacos brillosos. Muy brillosos. Entre ellos había uno bastante jovencito, a quien el locutor presentó como Ray Cingol.
El tipo agarró uno de esos micrófonos cuadrados de la época, y cantó una ristra de canciones de moda en esa época, con impresionante voz de bajo sorprendente por la edad, y nosotros paramos un poco de correr y nos fuimos a escuchar bien adelante del escenario. Nos llamó la atención, aparte de la pilcha, el nombre: Ray Cingol, que sonaba a yanky y parecía más bien el nombre de un héroe de las historietas que leíamos en El Tony.
Personalmente, ésa fue la primera vez que vi a Amorino Cingolani, una noche en el Club Deportivo Olimpia en la que integró una orquesta de jazz con el nombre artístico de Ray Cingol. Después lo conocí como el gran tipo y músico con el que charlé muchas veces. Pero aquella noche de verano en la pista descubierta, entre humo de choripán y tapitas de cerveza, descubrí a alguien que, como tantos otros cañadenses a lo largo de los años, pusieron a la música en el altar de la pasión.
Roberto Larocca