El Padre Amiratti llegó a la parroquia cañadense en 1962, e inmediatamente impuso cambios en la forma de volcar lo pastoral hacia un pueblo que al comienzo asistió asombrado a esa actitud, en la que la humildad y la convicción de acudir en auxilio de todo aquél que lo necesitara, aunque lejos de la mera beneficencia, marcó un cambio en la forma de ver a la iglesia, a la que hasta entonces se la abordaba como algo inapelable.
Armando dio vuelta todos los preconceptos, y lo hizo “sosteniendo con el cuero lo que decía con palabras”. Su ejemplo de vida no daba espacio a dudas, ya que era el más humilde entre los humildes, el más solidario entre los solidarios, y su apariencia mansa apenas ocultaba a una férrea convicción sobre perseguir lo que era justo hasta las últimas consecuencias.
Así, los años en que estuvo en la comunidad local tuvieron todo eso, y se lo recuerda por ello precisamente. Y tanto fue así que su salida de la parroquia, por orden de las altas jerarquías eclesiásticas y políticas, provocó que un pueblo muchas veces indolente, se levantara como pocas veces en su historia.
La aparente derrota y exilio no fueron tales, simplemente mudó su acción a La Rioja, donde se le veneró tal como acá, hasta su muerte en un día como hoy de 2005.