El 20 de diciembre de 2001 me la pasé inmóvil frente al televisor, viendo, escuchando, con el asombro que aparecía ante una escena violenta que acaecía en el centro de Buenos Aires, a la que casi de inmediato sucedía otra, igual de terrible, acaso con la única diferencia en el vehículo que utilizaban los que pegaban: ahora en caballos, con los que cargaban contra la gente que manifestaba en la Plaza de Mayo; o por parejas en cada moto, que frenaba, se bajaba el de atrás y castigaba a palazos; a pie y en grupo, con escudos entre los que cada tanto asomaban los tiradores que arrojaban balas de goma o plomo, de acuerdo a lo que te tocara.
Así todo hasta las patéticas apariciones de los funcionarios de De la Rúa, el aviso de la renuncia de Cavallo, o el propio presidente que se fugaba.
Todo eso me aparece en un borbotón, confuso, recuerdo el calor que se advertía en las imágenes de ese día de infierno y muerte.
Sin embargo, lo que sí quedó grabado en mi memoria fueron escenas del día anterior. El 19 de diciembre de 2001 explotaba medio país, pero no –aún– Buenos Aires, por lo que las noticias, como en buen país en donde casi todo se cocina en la Capital, eran menos, y más lerdas, en ese entonces lejos de la inmediatez eléctrica de las redes sociales.
Ese día, lo que escuchábamos en Cañada era, sobre todo, referido a saqueos en Rosario, una historia que ya habíamos conocido poco más de una década atrás. Después supimos lo de las muertes a mansalva, entre ellas la de Pocho Lepratti, desde entonces inmortalizado como símbolo de amor desinteresado por los demás.
El 19 a la tardecita fuimos con el coro al Hospital, para hacer villancicos, música que constituye la práctica habitual en esta época del año. Recuerdo que con la Agrupación Vocal Abierta cantamos formados en la escalinata del San José, de frente a la calle, donde se habían colocado sillas en la que se sentaron vecinos, personal, alguna autoridad, que antes de escucharnos asistieron al mensaje de un sacerdote.
El hombre refirió al espíritu navideño, pero arrancó hablando de los sucesos que se estaban desarrollando, y dijo algo así como que nada debería empañar ese clima de amor y paz, mucho más trascendental, al fin, que tener hambre, frustración y miedo por la crisis terminal que se vivía.
Y poco después, en el medio de la actuación del coro, se veía como del edificio de la Comisaría que está enfrente del hospital salían, a la carrera, efectivos con casco, palos y escudos, vaya uno a saber a proteger a qué supermercado de saqueos que jamás se produjeron ni se intentaron.
Ese es el recuerdo primero que aflora cuando me refieren a esos días de furia. El cura diciendo que lo importante era mantener el aura de “acá nos queremos todos” que suele emerger en estos días del año, aunque en derredor todo se incendie y se vaya. Y mis compañeros y yo cantando Huachito Torito y Noche de Paz, mientras la policía corría, con pertrechos anti tumulto, hacia quién sabe qué conflicto, dejándonos en orsái, en medio de ese largo infierno que fue entonces la Argentina.
Roberto Larocca