Mi viejo y el fútbol 0 738

Las últimas palabras que escuché de mi viejo, esa nochecita de junio del 2008, hablaban de un gran amor. “¿Cómo salió San Lorenzo?…”, dijo, o eso creí. Lo soltó en dos veces, con el poco aliento que le quedaba. Al otro día, casi a la misma hora, se moría José, a los noventa y cuatro y lúcido hasta el final.

Se hizo del Santo en su Baradero natal, allá por la década del 20. La cercanía con la Capital hizo que lo fuera a ver tupido, especialmente de local. Eran épocas en que no se hacían colas para entrar a los estadios. La gente se apiñaba frente a las boleterías, entonces ganaba el más fuerte, que emergía de la montonera con el sombrero puesto, la mirada triunfante, la entrada en la mano y la camisa afuera.

En esa época, por si hacía falta, comenzó a noviar con la hija de un dirigente del club. Segunda o tercera línea calculo, ligado al fútbol, y el viejo ya se iba a la gran ciudad los sábados, y se quedaba a dormir en la casita de Floresta donde vivía la muchacha. Me enteré de eso al final de su vida, cuando hablábamos sin parar por todo lo que no lo habíamos hecho antes, acodados sobre la mesa del hogar donde pasó sus últimos años. Cuando le pregunté la razón por la que el romance quedó trunco, bajó la voz, como quien va a proferir algo que debe quedar entre dos caballeros, y dijo “la chica era medio gordita, y yo veía que iba a terminar como la madre, que directamente era gruesa…”.

Aunque jugué a la pelota desde que aprendí a caminar, comencé a seguir el fútbol de AFA en el 59, justo cuando San Lorenzo lograba su tercer campeonato. Mi viejo no quiso imponerme ser hincha de un cuadro, sino que dejó que eligiera. Y un día cayó mi tío, me regaló la camiseta de River, y la historia dio un giro.
La reparación llegó cuando hizo hincha del Cuervo al Caco, un vecinito que lo acompañó a la caravana por el torneo del 74. El viejo salió tocando bocina en el Citroen, al que le levantó la capota para que el pibito agitara una inmensa bandera de polietileno y caña.

El 82 vino con guerra, y con San Lorenzo sin cancha y en la B. Ambas catástrofes se resolvieron con una derrota militar y un triunfo deportivo. José fue uno de los cabecillas de incontables viajes en tren a Buenos Aires, con un grupo de fanáticos que le prodigaba algún hurra durante el viaje de ida, agradecidos porque el viejo había hecho un periplo extra para sacar las entradas, aprovechando el pase gratis que le daban en su condición de jubilado ferroviario. Agonía y éxtasis, el año terminó bien para los expedicionarios, cuando el Santo volvió a primera.

La última vez que fue a la cancha fue en el 2001. San Lorenzo salió campeón y mi padre, de 87 años, se fue a Buenos Aires en una Trafic con diez de aquellos kamikazes de antaño. Ninguno tenía entrada, iban derecho a la promesa de la reventa, y de paso el veterano nunca me dijo que se iba, temiendo tal vez una reacción negativa ante la insensatez de ver a un anciano emprender un viaje con la incierta suerte de acometer la ida a la cancha, en una época tan alejada de aquéllas jornadas de su juventud, cuando se peleaba a las piñas y las hinchadas dirigían su ira casi con exclusividad al réferi. 

Volvió con dos banderas y un gorro azulgranas, y tiempo después me confesó que en un momento quedó solo, alejado del grupo con el que comenzara la gira, en medio de una multitud que en las tribunas festejaba, rugía, se bamboleaba. Y él cayó en la cuenta que las gambas ya no lo sostendrían en una avalancha, ni siquiera en un apretujamiento, y por primera vez don José Larocca se sintió pequeño, él que había hecho de la fortaleza física una cosa tan natural, como cuando en cancha de Ñuls soliviantó del cogote a dos tipos que le pegaban con los palos del bombo a un tercero, todos hinchas del mismo club, dónde se vio… 

Y ya en el hogar donde se refugió contra su voluntad cuando nadie lo podía sostener, tuvo el privilegio de manejar el control del tele, pero entonces ese fútbol no le interesaba. Y fue así que le brotaron decenas de anécdotas deportivas de los cientos de partidos que vio, en época bravas, como cuando fue en un grupo de Baradero a ver un Boca – San Lorenzo, todos a la tribuna del xeneixe, tres simpatizantes del Cuervo, cinco de Boca. El partido salió 5 a 2 para el visitante, mi viejo y los otros dos gritaron los cinco goles, y no pasó nada con los boquenses, alguna puteada hacia los players propios, esos muertos, pero nada más.

O cuando en el 40 y pico se le ocurrió llevar a un sobrino hincha de Independiente a ver al Rojo a la cancha de Ñuls de Rosario, el día en que a la hinchada rojinegra se le ocurrió linchar al réferi, a quien ya tenían en hombros y presto a ser izado con la soga oportunamente colgada de una viga, hasta que un par de colimbas, de ésos que en aquel tiempo tenían entrada gratis a los estadios, salvaron al pobre tipo que ya estaba blanco como un papel y le debieron dar aire agitando una toalla. 

Dicen que el Negro Fontanarrosa dijo una vez que el fútbol no es cosa de vida o muerte, sino algo mucho más importante. Y prefiero creer que sí, que lo último que escuché en vida de mi papá fue que me preguntara sobre cómo le había ido a San Lorenzo, un día antes que se fuera sin dejarme llegar a tenerle la mano en ese momento peliagudo. 

Roberto Larocca
Junio de 2013

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