Al parrillero lo hicieron los gringos, no hay duda. Poco tiraje, el humo me entra en los ojos que están rojos como si hubiese estado mirando soldar, como esa vez que mi tío me llevó a Bustinza, donde un gordo con lentes oscurecidos le arreglaba la lanza de un carro con el que salía a vender sandías. Miré fijamente dos o tres minutos, hasta que el tío se avivó y me sacó del cogote. Me bailaron las luces durante una noche interminable, mientras los ojos estaban así, rojo sangre, y mi vieja dudaba entre llorar y fajarme, o putearlo a mi tío.
Entre los fierros del asador ya se me escurrió medio chorizo que cayó en la brasa, se ve que no es mi noche. La carne es alta, nunca la voy a poder cocinar bien por más ducho que sea, y yo marco apenas un seis, seis cincuenta.
Es verano, estoy solo en la casa de Gladis, nos vamos a juntar cinco o seis, máximo. Después uno pelará la guitarra, lo de siempre. Comida, canción y faso.
La semana pasada íbamos seis en el Citroen, y nos paró la yuta a la orilla de la plaza. Eran casi todos de afuera, menos uno que se hizo el que no nos conocía, a pesar de que había jugado al fútbol con al menos dos de nosotros.
Nos pararon por Fernando. El pelotudo era subirse al Citro y empezar a la balancearlo, las minas gritaban, y se ve que a los milicos, menos que nunca, les gusta el quilombo, y nos cruzaron un jeep que casi lo emboco con el 2CV cuyo fuerte no son los frenos.
Abajo todos, manos sobre el techo, piernas separadas. El Tuco se dio vuelta y lo miró al cana que conocíamos, que lo pateó en la gamba, altro que en un partido, para después mandarle un palazo en el hombro. Se ve que era puro teatro para los otros, porque me dijo el Tuquito que le pegó despacio.
Una de las chicas casi lloraba. Otro uniformado, el que mandaba, se paseaba alrededor del auto y los que los rodeábamos con los brazos arriba, como si le quisiéramos arrancar la capota. –Escuchame, conchudo- dijo el tipo, como si fuéramos uno sólo, y varón. -Escuchame bien, porque lo repito una sola vez- yo rogaba que Fernando no acotara nada a la falla sintáctica. –Ustedes tienen olor a mierda, a zurditos de mierda, vos- lo miraba a Luciano, que tenía una chamarra verde –no sé si no serás guerrillero. Y vos– ahora se dirigía a la que casi lloraba, Mirta, iba al profesorado de letras- ahora llorás pero seguro sos una putita a la que se la garchan todos estos zurdos cagoncitos. Ahí seguro no llorás…
Seguido y sin pausa, otro nos tiró varios palazos a las manos, que a varios casi se los quiebra contra la chapa del auto. Yo me salvé de ésa, pero no del caño de un fal que se me clavó en los riñones. Uno escupió, dos se rieron y todos se subieron al jeep y se las tomaron para el barrio sur. Nos subimos callados, puse en marcha al citroen que por suerte arrancó a la primera tirada, pero el miedo se me notaba en el temblor del pie con el que apretaba el acelerador, que subía y bajaba sin que lo pudiera controlar, pegando unos tirones de ésos.
Sigo el asado, nunca va a salir del todo bien, pienso y ya canso con lo mismo. Por hacerme el cojudo y querer cocinarlo entero sin cortarlo por la mitad para que no sea tan tremendamente alto.
Y llegan el Negro y el Negrito, este último con la viola. Y Mirta y Gladis, con tres atados de Colorado. Y falta la Flaca que prometió el vino, es vinera la Flaca, apunta a maestra de escuela especial. Y pasan los minutos y la carne se ennegrece por afuera y cada vez más roja adentro, a quién voy a engañar, me la tiran por el orto, y los chorizos sequerlis, mama mía…
El perro de la Gladis empieza a torear, desde el patio me parece escuchar el ruido de un auto en el frente. Gladis va para ese lado, y aparece con la Flaca, que trae una damajuana que deja en el piso. Tiene los ojos la mitad de colorados que los míos, pero así. –No me quedo-, dice con voz alta y gruesa, la Ronquita a veces le decimos, -la encontraron a la Fany, muerta, pobrecita, la sacaron a la madrugada y la estuvimos buscando, y ahora está muerta, la cagaron a tiros…
Dos o tres conocemos quién es la Fany, de nombre al menos. No sabemos todavía que escarmentaron a todo el pueblo con cincuenta balazos a una sola tipa, eso vendrá con los años.
Y se fue, la Flaca, que seguía hablando fuerte y grueso hasta que su voz se desvaneció una vez que se escuchó una puerta de auto que se cerraba y el motor que arrancaba.
Y nosotros nos quedamos para comer, el Negro pensando si Gladis le va a dar bola, al fin, por lo pronto se le va a sentar al lado, y cuando el Negrito, que debe estar pensando qué va a tocar en la sobremesa, cante Libros Sapienciales, ése va a ser el momento cuando el Negro se anime a ponerle el brazo al hombro a Gladis, porque esa canción la ablanda.
Y yo, creyendo firmemente que el quid pasa esa noche por la carne que por boludo no afiné y está muy jugosa, casi cruda, y voy a quedar mal. Es febrero del 77, los jóvenes no reinamos, ni en el asado ni en las calles, y mañana le voy a tener que explicar a mis viejos cuando me averigüen quién es la mina que amasijaron.
Roberto Larocca